La destitución inconstitucional de Dilma Rousseff es una ruptura del orden democrático en Brasil y crea un precedente en ese sentido que, de ahora por delante, será siempre una amenaza a la/al jefe del Ejecutivo brasileño. Como impopularidad o incompetencia no es motivo para el impeachment de una/un presidente, la explicación para que la destitución de Dilma haya sido inconstitucional es sencilla: ¡no hubo crimen!
Quien afirma, como fue noticiado por los medios brasileños el mes pasado, es el Ministerio Público Federal, justamente un órgano responsable por identificar y denunciar crímenes en Brasil. El fiscal de la República en el Distrito Federal Ivan Cláudio Marx investigó los actos que fundamentaron el proceso de impeachment en contra de Dilma y concluyó que no hubo crimen de parte de los ministros y demás funcionarios que fueron responsables por esos actos.
Es decir, la destitución de Dilma fue eminentemente política, no cumplió con lo que la Constitución brasileña exige de más importante para un proceso de esa naturaleza, la ocurrencia y comprobación de un crimen de responsabilidad, y viola un principio básico de las democracias presidencialistas, de que el mandato de la/del jefe del Ejecutivo solo puede ser interrumpido antes del plazo legal por renuncia, muerte o impeachment, desde que, claro, el proceso esté de acuerdo a las reglas, lo que no fue el caso de Dilma.
Es por todo eso que sueña irrisorio cuando alguien afirma que la democracia brasileña mostró madurez con el impeachment de la, hoy, ex presidente. Y para empeorar la situación, la institución responsable de vigilar por el cumplimento de la Constitución brasileña, el Supremo Tribunal Federal, se ha omitido hasta ahora en evaluar la ausencia de fundamentación para la destitución de Dilma.
El régimen de excepción en Brasil persistirá hasta que el impeachment sea revertido judicialmente o nuevas elecciones para presidente sean realizadas. Como la primera opción parece improbable y la segunda, al que todo indica, precisará esperar hasta 2018, serian casi dos años y medio de régimen de excepción, un capítulo triste en la historia de un país que, después de tantos percances, tenía una democracia institucionalizada y en proceso de mejora de su calidad.
Y quizá el más triste de todo el episodio sea ver que las posiciones dominantes en el debate público en Brasil son las que pasan por alto la destitución inconstitucional de Dilma en nombre del revanchismo o de la sobrevalorada gobernabilidad y que intentan legitimar el ocurrido con justificativas pomposas y, al mismo tiempo, engañosas como “la democracia brasileña mostró madurez” o “fue algo doloroso pero necesario para que nuestras instituciones sigan madurando”.
Para América Latina, lo que se pasó en Brasil puede igualmente convertirse en una fuente de instabilidad democrática, ofreciendo un modelo a grupos económicos y políticos que tienen un compromiso con la democracia más retórico que real y no se importan en pasarla por alto cuando consideren que así sea necesario.
Mientras en el caso de Fernando Lugo en Paraguay el deprecio al orden constitucional y democrático fue explícito, en el caso de Dilma en Brasil se ha lanzado mano de todo un aparato legal y mediático para mantener las apariencias. El desafío a los que piensen en aplicar el modelo brasileño en América Latina será la batalla de las ideas en el escenario internacional, ya que si el esfuerzo para dar una apariencia de legalidad a la destitución ha sido relativamente exitoso en territorio brasileño, no lo ha sido fuera de Brasil.