La unión económica y monetaria (UEM) es el último escalón de la integración económica y, conjuntamente con el mercado interior, conforman el mercado único de la Unión. La Eurozona es un área de integración monetaria, pero al carecer de unión fiscal, no es todavía una unión económica propiamente dicha: es una UEM incompleta.
La UEM se fundamenta en tres pilares: la unión monetaria, la unión fiscal y las medidas complementarias (de coordinación, control y supervisión de políticas nacionales) que sean necesarias para que aquella funcione de forma correcta.
La UEM fue creada y regulada por el Tratado de Maastricht de 1993, como una política de competencia exclusiva de la Unión, pero se hizo de manera deficiente como ha puesto de manifiesto la crisis de 2008, lo que ha obligado a reforzarla.
En propiedad, el Tratado Maastricht no reguló el conjunto de lo que teóricamente se entiende por UEM, sino solo una parte de la misma: la unión monetaria y con no pocas limitaciones. Para que la política monetaria sea realmente eficaz tiene que venir acompañada de una política fiscal común.
En definitiva, la Eurozona es un área de integración monetaria pero no es todavía una unión económica propiamente dicha. La UEM fue diseñada por el Tratado de Maastricht de una forma dual: un ámbito de integración (el pilar monetario) y otro de cooperación (el pilar fiscal). Las principales consecuencias que se derivan de esa dualidad son básicamente las dos siguientes: la primera, que el BCE ha carecido de competencias suficientes para hacer frente con celeridad a la crisis económica; y la segunda, que al tener que recurrir la Unión a los Estados para la componente fiscal, éstos no han cooperado en la medida necesaria ya que sus objetivos difieren al no padecer la crisis en el mismo grado. Las políticas complementarias de control y supervisión (caso, por ejemplo, del Pacto de Estabilidad y Crecimiento -PEC-), debido a su limitado grado de exigencia, también han fallado.
El organismo que se encarga de la política montería en la Eurozona es el Banco Central Europeo (BCE), una institución supranacional que goza, siguiendo el modelo alemán del Bundesbank, de autonomía propia, quedando al margen del control político de las restantes instancias nacionales y comunitarias. En sentido estricto, el objetivo principal que se le asigna al BCE es el de velar por la estabilidad de precios en la zona del euro (para que el nivel de inflación se sitúe en torno al 2% de crecimiento anual); no obstante, en sentido más amplio, los tratados también le asignan funciones más genéricas como la de contribuir -como al resto de las instituciones de la Unión-, a conseguir los múltiples objetivos que establece artículo 3 del TUE: un desarrollo sostenible basado en un crecimiento económico equilibrado y con estabilidad de los precios, una economía social competitiva que aspire al pleno empleo y al progreso social, etc.
En consecuencia, entre la jerarquía de objetivos que persigue el BCE, la estabilidad de precios es la principal y la más específica, pero no la única. Pero el concepto de estabilidad no debe limitarse a controlar la inflación, sino que ha de extenderse a la estabilidad financiera en general; para ello, entre las funciones del BCE, ha de estar, por ejemplo, la de ser prestamista de última instancia del sector bancario y, si las condiciones económicas lo requieren, incluso del tesoro público.
La crisis económica que se inició en 2008, ha puesto de manifiesto las muchas deficiencias de las que adolece la UEM y lo limitado de las funciones del BCE para regular la política monetaria. Por ello ha sido necesario tomar una serie de medidas adicionales que permitan apalancar el euro, aunque no han logrado completar la UEM. Entre tales medidas deben distinguirse las de carácter intergubernamental (entre Estados de la Eurozona) y las que afectan directamente al BCE.
Las medidas intergubernamentales han sido de dos tipos: la primera, la creación de un fondo de rescate permanente (en sustitución de otros provisionales) denominado Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE), que entró en vigor el 1 de julio de 2012 y cuya finalidad principal es la de gestionar las situaciones de crisis que puedan presentarse en la Eurozona -caso de rescate de Estados-, y la segunda, un tratado intergubernamental -también entre Estados de la Eurozona- denominado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza -que entró en vigor el 1 de enero de 2013-; un instrumento conocido como Pacto Presupuestario Europeo (European Fiscal Compact), que dota a la UEM de un mayor control y supervisión de las finanzas públicas de los Estados y que viene a reforzar al desprestigiado PEC adoptado en 1997.
El segundo grupo de medidas tratan de incrementar las funciones del BCE. Básicamente también se reducen a otras dos. Una de ellas, es la unión financiera: la bancaria y del mercado de capitales; la bancaria, aunque no se ha concluido, sí está muy avanzada: contempla un mecanismo único de supervisión y un mecanismo también único de resolución de crisis bancarias, con el fin de conseguir una regulación homogénea para la Eurozona que acabe con la casuística de las normas nacionales (norma aplicada por primera vez el pasado 6 de junio al Banco Popular que fue adquirido por el Santander por un euro -naturalmente haciéndose cargo de sus deudas-, con pérdida total de las inversiones de accionistas y otros titulares de híbridos del mencionado banco quebrado); la segunda, la unión del mercado de capitales, no se ha iniciado.
La otra medida de refuerzo de las funciones del BCE es de tipo no convencional y por tiempo limitado; la ha tomado el BCE de manera autónoma -siguiendo los ejemplos del Banco de Japón, la FED y el Banco de Inglaterra- y se conoce como Quantitative Easing y consiste en comprar activos solventes en el mercado secundario (básicamente deuda pública) y, como contrapartida, incrementar la liquidez (crear nuevo dinero) con el fin de incrementar el crédito al sector privado.
La política fiscal: segundo pilar de la UEM
Pero una unión económica exige, como segundo pilar, una política fiscal supranacional que también sea común, que cuente con impuestos propios que le permita financiar un presupuesto de la Unión que multiplique por varias veces el actual que, en términos redondos, se sitúa en el 1% de su PIB. El presupuesto de la Unión se nutre de recursos propios (no de impuestos comunitarios), salvo el de aduanas, que tiene escasa capacidad recaudatoria. Una fiscalidad común ayudaría al BCE a cumplir plenamente con todas sus funciones, entre ellas la de prestamista de último recurso.
Entre la política monetaria y fiscal existen notables diferencias. Una de las principales reside en que mientras la primera no es descentralizable, la fiscal sí puede serlo. La política monetaria es, en primer lugar, política, esto es, exige de una autoridad de decisión única e independiente del gobierno, que es la que la fija y conduce; y, en segundo lugar, es monetaria; es decir, es una política muy centralista que no admite interferencias nacionales ni de otras instituciones de la Unión. En cambio, la política fiscal puede ser compatible con la existencia de varios centros políticos de decisión: comunitario, nacional, regional y local.
Hasta el presente, la UE ha carecido de unión fiscal y no existen perspectivas de conseguirla en un futuro próximo por falta de voluntad de los Estados. En el presente la Unión no tiene competencias en este ámbito, que continúa en manos de los Estados y cuya modificación está sujeta al principio de unanimidad del Consejo. Este principio obliga a consensuar entre los mismos cualquier acuerdo que afecte a la fiscalidad, lo que se convierte en un corsé que impide -o hace sumamente complicado- cambiar el actual modelo de financiación del presupuesto, como, por ejemplo, introducir impuestos de la Unión; o poder incrementar el presupuesto actual en el grado necesario para llevar a cabo políticas anticíclicas y realmente redistributivas; o algo aparentemente tan simple como es eliminar los paraísos fiscales existentes en el propio territorio de la Unión.
La unión fiscal implica la creación de un tesoro público supranacional que gestione de forma autónoma los ingresos y gastos públicos y que cuente, además, con capacidad para endeudarse. Recuérdese que el actual presupuesto común legalmente no puede prever déficit ni superávit: ha de estar equilibrado sin posibilidad de emitir deuda pública.
Pero la UE no solo carece de unión fiscal, es que ni tan siquiera están armonizados los principales impuestos estatales, salvo los que más directamente afectan al mercado interior, como son el IVA y los impuestos especiales; y ambos con una armonización bastante deficiente. Para llevarla a cabo también se requiere la unanimidad del Consejo, lo que explica, por ejemplo, que no se haya realizado en la imposición directa.
Las diferencias entre los sistemas tributarios de los Estados miembros son muy acentuadas. Existe un considerable número de figuras tributarias -más de 600-, que al estar sujetas a diferentes normas, dificultan su armonización, lo que afecta muy negativamente al mercado único. Por ello es necesario comenzar por reducir numéricamente tales figuras; y, acto seguido y en las que sea necesario, homogeneizar sus bases tributarias y exenciones fiscales, así como aproximar los tipos impositivos con el objeto de evitar agravios comparativos entre Estados, como actualmente ocurre, por ejemplo, con el impuesto sobre sociedades.
Al no contar con unión fiscal, la UE –más concretamente la Eurozona- no puede realizar lo que se conoce como policy mix, una combinación de política monetaria y fiscal que es el principal instrumento con el que a corto plazo cuenta un gobierno para luchar contra los choques asimétricos que producen las crisis económicas. Sirviéndose de ambas, se puede impulsar la inversión que es la que posibilita el crecimiento económico y el empleo; así como una mejor redistribución social de la renta y una mayor convergencia económica entre los Estados. En dicha combinación, la política monetaria la conduce el banco central mediante el control de la oferta monetaria, y la fiscal, el gobierno a través del presupuesto.
Pero como la UE no puede utilizar como instrumento autónomo la política fiscal, no tiene más opción que recurrir a los Estados para que rellenen ese hueco. Ello requiere articular procedimientos de cooperación entre los mismos que, aun cuando estén bajo la supervisión de la Unión, siempre son lentos y difíciles de conseguir. Precisamente una de las razones de la profundidad de la crisis económica en la UE y su mayor dificultad de superarla en comparación, por ejemplo, con Estados Unidos que lo consiguió en menos de dos años, se atribuye a la falta de unión fiscal, que es lo que impidió actuar con prontitud y contundencia desde sus inicios.
Las iniciativas de la Comisión y de sus organismos asesores para conseguir la unión fiscal han sido, hasta el presente, muy escasas y de muy poco alcance. La Comisión no ha hecho ninguna propuesta que haya tenido cierto calado. El celebrado Informe de los cinco presidentes (para “Realizar la Unión Económica y Monetaria europea”), que es la guía que sigue la Unión para completar la unión económica y monetaria, tampoco propone nada que se parezca a una unión fiscal supranacional, así como tampoco lo hace con claridad el reciente –y por lo demás interesante- Documento de la Comisión de reflexión sobre la “Profundización de la unión económica y monetaria”. Tales documentos continúan confiando la componente fiscal a los Estados, aunque reforzando la supervisión con estabilizadores presupuestarios a lo largo del ciclo económico para hacer frente a los choques asimétricos. Pero la Comisión no solo no prevé contar con unión fiscal en un futuro próximo, es que ni tan siquiera se plantea la necesidad de profundizar en la armonización impositiva, salvo determinados aspectos relativos a la base imponible del impuesto sobre sociedades.
En 2014, el principal órgano de consulta de la Comisión, el Comité Económico y Social Europeo (CESE), por iniciativa propia defendida por los españoles Carlos Trías como ponente y el profesor Gustavo Matías como experto, propuso una cooperación reforzada entre Estados con el fin de establecer un presupuesto federal para la Eurozona, que fuese complementario del de la UE. En el dictamen de ese año, también aparece que la financiación de dicho presupuesto se realice creando nuevos impuestos de ámbito común, y en concreto cita los cinco siguientes: sobre transacciones financieras, sobre energías no renovables, una contribución temporal sobre los excedentes en balanza de pagos de los Estados superiores al 6 % del PIB (se supone que se refiere al saldo por operaciones corrientes), sobre la emisión de bonos garantizados conjuntamente y la participación en los ingresos de señoreaje por emisiones de billetes en euros. El CESE también propone la necesidad de crear una autoridad fiscal para la zona euro con capacidad de recaudación y de inspección de tales impuestos. Por el lado de los gastos, este nuevo presupuesto permitiría asumir un seguro común de desempleo para la Eurozona, incrementar las políticas de cohesión en la misma y realizar inversiones sostenibles asociadas a la economía verde.
Para hacer posible la unión fiscal es necesario sustituir la regla de la unanimidad del Consejo por la de mayoría cualificada. Y también dotar a la autoridad fiscal de competencias adecuadas para supervisar las políticas económicas de los Estados, incluida la capacidad de veto de todas aquellas que estime negativas para la UEM, entre las que naturalmente estarían las de carácter presupuestario.
En fin, sin unión fiscal no puede existir unión económica y monetaria y ésta, a su vez, exige de unión política, pero esa es otra cuestión de la que nos ocuparemos en otro artículo.