Entre 1975 y 1990, una Guerra Civil desangró la que había sido considerada poco tiempos antes como “la Suiza de Medio Oriente”. Con más de 120 mil muertos, el Líbano experimentó los horrores de las guerras intestinas agravadas por la intervención de potencias regionales. Su capital, Beirut, fue particularmente asolada por la conflagración, al punto que un conjunto de rock argentino le dedicó una desesperada canción en 1986.
Han pasado casi tres décadas y medias y las horcas instaladas simbólicamente por manifestantes en el centro de Beirut resume la ira de una sociedad ante la explosión del depósito de nitrato de amonio; en un área del puerto que dejó cerca de 160 víctimas fatales y 6 mil heridos. Los indicios apuntan a una negligencia gubernamental como la chispa que activó la indignación de la calle a casi un año del movimiento libanés del 17 de octubre, cuando la irritación popular se tomó sus principales ciudades del país. El intento oficial de mejorar el presupuesto fiscal mediante la grabación con un impuesto a las llamadas de voz de protocolo de internet, transformó dicho hartazgo en una rebelión contra las elites. La llegada del coronavirus, y su difícil manejo sanitario, fue un paréntesis de un nuevo ciclo de protestas que se recargó hace casi una semana.
El país de cedro lleva décadas de tensiones y su destino ha estado entrelazado a su entorno regional y a las potencias de turno. Se dice que el general Maxime Weygand, al ser nombrado en 1923 Alto Comisario francés en Siria decidió visitar la tumba del héroe musulmán de origen kurdo, Saladino, para pronunciar un “hemos regresado”. Efectivamente, el protectorado francés en el Levante había sido oficializado por la Sociedad de las Naciones, siguiendo a su vez las líneas de repartición del tratado de Sykes-Picot de 1916; entre el Imperio Británico y la República de Francia. Pero Weygand se sentía heredero de una tradición más antigua, la del conde Raimundo de Saint-Gilles IV de Tolosa, que en su camino a la Primera Cruzada a Tierra Santa, había encontrado a cristianos maronitas ocultos en las montañas alrededor de Trípoli. Comenzaban así las relaciones entre lo que sería más tarde El Líbano y el Occidente europeo. La reinstalación de los poderes musulmanes en la región no interrumpió el vínculo, expresado en el dominio francés después de la Primera Guerra Mundial, que materializó la separación libanesa de Siria, definitivamente consagrada por la proclamación de independencia libanesa en 1941.
Los años que siguieron fueron del florecimiento libanés de la mano del emporio comercial financiero de Beirut. Eso hasta que , en 1958, el enfrentamiento entre sus diversas comunidades estalló. Los musulmanes se habían incrementado en número, dejando atrás una demografía de minoría relativa. Sin embargo , fueron los aires panarabistas que soplaban desde el Egipto de Nasser los que se opusieron al equilibrio constitucional libanés bajo el liderazgo cristiano del gobierno de Camille Chamoun. En auxilio del Orden llegaron marines norteamericanos. Y aunque se recuperó un cierto período de estabilidad, a principios de la década del 70 -junto con la llegada de refugiados palestinos procedentes de Jordania- la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) comenzó su desembarque libanés con el objetivo de proveerse de bases de ataque contra Israel. Hacia 1975 las fuerzas nacionalistas de extremas derechas libanesas, nucleadas en torno a La s Falanges, combatían contra las guerrillas musulmanas y de la OLP. El gobierno solicitó ayuda a la Liga Árabe que respondió con un contingente básicamente dirigido por Damasco, que impuso una paz Siria, dividiendo los distritos de la capital. En 1978 y 1982 fue el turno de Israel que invadió el país, a su vez repelido por el Partido de Dios, o Hezbolá, expresión de un islamismo chií fuertemente instalado en el sur y centro del país, y de fuertes vínculos con Teherán. Un verdadero rompecabezas.
La post Guerra Fría trajo mejores perspectivas: Israel retiró su ejército del Sur de El Líbano. Sin embargo , tras el asesinato del ex-Primer Ministro Rafik Hariri, el 14 de febrero de 2005, el descontento popular se manifestó en la “Revolución de Los Cedros”. Siria fue responsabilizada del magnicidio debiendo retirar sus efectivos de El Líbano. Durante el 2006, el secuestro de dos soldados israelíes provocó una nueva intervención israelí en el área sur del país, que exigió el desarme de Hezbolá.
Y aunque los años siguientes fueron de bonanza, las bases del modelo económico libanés reposaron sobre depósitos extranjeros, principalmente de la diáspora atlántica, que se reflejó en altos índices de producto interno bruto per cápita, aunque sin elevar sustancialmente la calidad de vida del ciudadano común. A finales de 2019, la caída en el precio del petróleo y el déficit comercial comenzaron a afectar una economía que unos años antes parecía boyante, pero que ya mostraba signos de inestabilidad considerable. La llegada del coronavirus agravó el cuadro, dejando la economía al borde del colapso financiero.
El registro de intervenciones extranjeras dio pábulo a una serie de conjeturas y teorías conspiracionistas –de gusto de los cultores de redes sociales- acerca de la intervención extranjera en la mega explosión del martes 4 de agosto. Diez kilómetros de radio citadino bajo escombros, con la destrucción de tres hospitales, el puerto, los edificios de reserva alimentaria, más hoteles y embarcaciones, empujaron a ciertos políticos, como el mismo Presidente Michel Aoun, a no descartar la participación externa. Pero incluso si hubiese algo de involucramiento de este tipo: ¿Cómo es posible que desde 2014 se acopiara 2.750 toneladas de un fertilizante altamente explosivo, que debía ser transportado a Mozambique por un barco ruso retenido, sin medidas de seguridad adicionales? Difícil encontrar una explicación razonable. La población lo sabe y por eso las protestas no han dado tregua, en una situación que era compleja antes del estallido: u n 25% de desempleo y con más de un tercio del país sumido en la pobreza. La efervescencia social no amainó n i con el anuncio de adelanto de elecciones y con el Primer Ministro de Líbano, Hassan Diab, anunciando la dimisión de todo su gobierno en medio de la crisis. El Legislativo libanés abrió el procedimiento para escoger un nuevo jefe de gobierno, requiriendo el concurso de las mismas fuerzas políticas que originaron el malestar ciudadano en ese país.
Y aunque lo anterior puede ser paradójico, no hay que olvidar que las protestas masivas que combinan coordinación en redes sociales y marchas sobre espacios públicos no garantizan que la población más menesterosa vote por programas de cambio. A veces son las agrupaciones más radicales -que han asumido las funciones sociales que el Estado no alcanza a brindar en salud o educación por ejemplo- las que se granjean las simpatías de los totalmente marginados de la tecnología y la política tradicional. También hay que considerar las voces que piden un Gobierno de Unidad Nacional inter-partidario. Adicionalmente, el historial de intervenciones extranjeras tampoco hace recomendable una presencia demasiado evidente de potencias externas. Más bien la canalización de ayuda internacional recabada por organizaciones intergubernamentales y no gubernamentales, con mediación local, más un proceso de democratización efectivo puede dar algunas pistas para salir del laberinto libanés, una tarea nada fácil. Como la canción de la banda GIT todavía podríamos decir: “Con el dolor en la piel y miedo en el corazón, Buenas Noches, Beirut”