“Dos Romas han caído. La Tercera se sostiene. Y no habrá una cuarta", proclamaba hacia 1510 el monje ortodoxo de Pskov, Filoféi, proponiendo al principado de Moscovia en la línea de sucesión con la ciudad de las siete colinas junto al Tíber, así como de la urbe de Constantino, capturada por los otomanos en 1453. De ahí en adelante la amenaza de su entorno –mongoles, tártaros, caballeros teutónicos durante el Medioevo- fue conjurado apoderándose del mito de Roma -que contemporáneamente reivindicaban búlgaros, y el Imperio Romano Germánico, así como en el XIX lo harían los nacionalistas italianos y en el XX Benito Mussolini y el Tercer Reich- con un claro sentido apocalíptico, dado que sugería que una vez derrotada Moscú sólo quedaba el Juicio Final.
El mito político tenía asidero dinástico en la unión del duque de Moscú Iván III, con Sofía Paleóloga, sobrina de Constantino XI, el último emperador de Bizancio. A partir de Iván IV, conocido como “El Terrible”, el título sería oficialmente el de César, en ruso Zar, un gobernante que se entendió a sí mismo como autócrata, esto decir señor de un poder absoluto. La expansión del territorio ruso en casi todas las direcciones promovía la misión histórica y la supremacía del Zar. Iván IV sometió a los Kanatos tártaros de Kazán en 1552 y Astracán en 1556, y sus sucesores hicieron lo mismo a finales de la centuria con el Kanato de Siberia, y desde allí proyectándose al Océano Pacífico que fue alcanzado el 1639. El avance hacia el sur fue menos vertiginoso, aunque la búsqueda de los mares cálidos ha sido unas constante desde los tiempos de los Varegos. En 1654 el Acuerdo de Pereiaslav rubricó la alianza y protección de los cosacos del Sich de Zaporozhia, que habían desalojado a la Comunidad Polaco lituana de las estepas ucranianas desde la rebelión de 1648, estableció la autonomía de su Hetmanato, permitiendo al Zar de Moscú acceder a Kiev. La Zarina Catalina la grande tomaría el Kanato de Crimea en 1783. Más tarde –en el siglo XIX- sería el turno de la expansión sobre el “Turquestán”, en una férrea competencia con la dinastía Qing de China. El flanco occidental ruso en cambio estuvo sujeto a las dinámicas y juegos de poder emergidos de la lógica de estados naciones paridos desde Westfalia (1648) con un papel del Zar durante el Orden posterior a la convulsión que provoco la era napoleónica, después del congreso de Viena (1814-1815)
Y aunque el siglo XX contempló la caída de los Romanov con la revolución de febrero de 1917 (que antecedió al bolchevismo de octubre de ese año), el mundo soviético revivió el mito en clave de religión secular. La era staliniana, que reemplazó a la revolución permanente de Trotsky por la primacía nacional del proyecto, se expandió hacia Europa Central y generó un parachoque de seguridad denominado Pacto de Varsovia (1955) por el que agregaba varios Estados de Europa Central. Según la biografía del dirigente georgiano escrita por Lilly Marcou aparentemente la madre del dictador, no entendía cuál era el trabajo de su hijo en Moscú. Stalin –en más de una ocasión parco- le explicó con claridad “Mamá, soy el zar”. Desde ese 1935 pasaron muchas cosas, incluida el derrumbe de la cortina de hierro en 1989 y la implosión de la Unión Soviética en 1991, sin embargo la década final del siglo XX fue sólo un paréntesis del “destino manifiesto” ruso. Un nacionalismo renovado empujó a la cima al ex agente de la KGB en Berlín, Vladimir Putin, en los precisos momentos que la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) remodelaba los Balcanes para poner fin a la Guerra en la ex Yugoslavia. Putin, quien siempre ha considerado que la desaparición de la Unión Soviética fue el mayor desastre geopolítico del siglo XX, se estrenó internacionalmente participando en el desenlace de la Guerra de Kosovo, al protagonizar los blindados rusos un incidente con las fuerzas de la OTAN y ocupando el aeropuerto de Pristina en junio de 1999. El nuevo líder comenzó a simbolizar la palingenesia rusa, echando manos a la combinación de íconos pretéritos, el emblema heráldico nacional adoptado en la dinastía Kalitá en el siglo XV (el águila bicéfala dorada que en el centro tiene a San Jorge matando a un dragón); la bandera rusa que corresponde a una tricolor paneslava -cuya disposición cromática se atribuye a Pedro el Grande-, fueron ratificadas en 2000 (después de su reinstauración en 1993) al tiempo que se recuperaba el himno nacional. En la visión de Putin Ortodoxia, Nacionalismo e Imperio son su trinidad política que se proyecta el viejo imperio sobre su “Extranjero Cercano” euroasiático.
La presencia internacional rusa se multiplicó por medio de una activa diplomacia de negociación con relación a varios de los proyectos supremacistas de Estados Unidos, ya fuera respecto de la Guerra de Irak en 2003 o con su participación en el Plan Conjunto de Acción Integral de 2015 respecto del desarrollo nuclear iraní. Aunque también ha destacado por el uso del músculo militar para zanjar disputas con Georgia en Osetia del Sur 2008, o Ucrania en 2014 durante la crisis de anexión / adhesión de Crimea. En esta línea se pueden interpretar la palabras de Putin al Presidente francés Emmanuel Macron para reafirmar que conseguiría sus objetivos por “la negociación o por la fuerza”.
Es lo que acaeció con la conquista rusa de la central nuclear de Zaporiyia (4/03/2022), situada en la región del mismo nombre sobre el río Dniéper, al sureste de Ucrania. El topónimo recuerda la literatura rusa nacionalista romántica a través de Nikolai Gógol y su inmortal “Taras Bulba” (con dos redacciones en 1835 y otra definitiva en 1842). Su héroe es el arquetipo del guerrero del estepario cosaco cuyos máximos valores son la libertad y la independencia del colectivo propio, sentimiento más profundo incluso que la vida de su hijo, que por amor traicionó dichos méritos. Desde luego estos semi-nómades de la Estepa no pueden ser identificados exclusivamente con un Estado Nación moderno. De hecho los cosacos solían intercalar alianzas con distintos poderes estatales, aunque más de una vez su figura histórica fue utilizada por los discursos oficiales apropiándose o modificando su papel según soplara el viento. No en vano la primera versión de “Taras Bulba” fue de gusto parcial de las autoridades rusas de la época por lo que su posterior modificación resultó conveniente para su autor. De cualquiera manera, parece evidente que la gente de esa parte del planeta donde una vez cabalgaron los cosacos está aún dispuesta a sacrificios supremos en pos de su resistencia nacionalista. Así lo demuestra por estos días la oposición al asedio ruso a Mariúpol.
La determinación hace parte del ADN de Putin. No hay que olvidar que sobre todas las tipificaciones simplificadoras que se le han atribuido -desde izquierdista hasta fascista- estamos frente a un nacionalista acérrimo, pero no cualquiera sino que uno en la línea de Nikolai Danilevsky que promovió la concepción identitaria “samobytnost”, o la forma de ser propia rusa. Según esta (1869) Occidente estaba en plena decadencia mientras Rusia aparecía pujante y en desarrollo, por lo que ante toda interrogante respondía sencillamente que “Rusia no es Occidente”.