En un entorno global donde la rivalidad entre grandes potencias agudiza la incertidumbre, América Latina y el Caribe enfrentan desafíos que superan con creces las capacidades individuales de los Estados. Las pandemias, el cambio climático, la transformación tecnológica y el crimen organizado transnacional son fenómenos que no reconocen fronteras y exigen respuestas colectivas. En este contexto, la cooperación internacional no es solo deseable: se ha vuelto necesaria. La Declaración Conjunta entre Chile y Brasil, firmada el 24 de abril de 2025, ofrece una señal alentadora en esta dirección. Muestra que es posible avanzar bilateralmente en respuestas prácticas y concretas, aunque también deja al descubierto las limitaciones y tensiones persistentes del proceso de cooperación e integración regional.
Desde los años noventa, América Latina y el Caribe han apostado políticamente por la cooperación regional, dando lugar a una multiplicación de foros e iniciativas. Sin embargo, la cantidad de mecanismos no ha ido acompañada de resultados equivalentes. Las dificultades estructurales persisten: escasa coordinación efectiva, baja disposición a compartir soberanía, y una creciente dependencia de socios comerciales extrarregionales. Incluso los espacios de diálogo más básicos —como el Consenso de Brasilia— enfrentan hoy una clara fragilidad ante la fragmentación y polarización política que afecta a la región. En este panorama, avanzar bilateralmente —cuando existen condiciones políticas, técnicas y de confianza— no debe ser interpretado como una renuncia al horizonte regional, sino como una forma pragmática de sostener y dinamizar la cooperación, desde abajo y con realismo.
La Declaración Conjunta Chile–Brasil ilustra esta estrategia. En lugar de aspirar a grandes acuerdos fundacionales, se optó por avanzar en áreas específicas, con objetivos delimitados. En comercio, por ejemplo, se profundiza la implementación del Acuerdo de Libre Comercio mediante la incorporación de capítulos sobre género, medio ambiente, pequeñas empresas y comercio electrónico. Esta ampliación no requiere nuevos tratados, pero sí refleja una voluntad de adaptar los instrumentos existentes a los desafíos del presente. También se lograron avances técnicos concretos: el reconocimiento mutuo de zonas libres de fiebre aftosa y los esquemas de pre-listing para productos cárnicos agilizan procesos sanitarios, benefician a los productores locales y reducen trabas al comercio.
En materia de seguridad, el tratado bilateral incluye instrumentos relevantes como el Acuerdo de Cooperación en Seguridad Pública y el Tratado de Asistencia Jurídica Mutua en materia penal. Ambos buscan enfrentar de forma más coordinada el crimen organizado y otras amenazas transnacionales. Aunque aún deben ser implementados plenamente, representan avances que, de consolidarse, pueden traducirse en beneficios concretos para las personas: mayor eficacia en la persecución penal, mejor cooperación policial y mayor capacidad de disuasión frente a redes delictivas complejas.
No obstante, también es importante destacar los límites de esta declaración. Se trata de un documento políticamente valioso, pero que depende de la voluntad futura de los gobiernos para traducirse en acciones sostenidas. Muchas de las áreas de trabajo identificadas —como ciencia, salud, educación o cultura— carecen aún de mecanismos operativos y de financiamiento definidos. Este punto es clave: las iniciativas bilaterales pueden ser útiles para generar aprendizajes, construir confianza y generar resultados visibles. Pero no reemplazan la necesidad de articular una institucionalidad regional coherente y estable, capaz de ir más allá del ciclo político de los gobiernos de turno. La cooperación bilateral debe entenderse como una estrategia flexible y complementaria, no como una alternativa permanente. El desafío está en transformar estas experiencias puntuales en soluciones escalables y replicables por otros países de la región.
Para ello, es necesario definir prioridades comunes, evitar la dispersión institucional y centrar los esfuerzos en la provisión de bienes públicos regionales concretos: corredores logísticos, infraestructura resiliente, sistemas de salud transfronterizos, conectividad digital, armonización normativa o acciones conjuntas contra el crimen organizado. Estas son áreas donde el impacto puede ser tangible y donde la cooperación puede adquirir legitimidad ciudadana.
En este esfuerzo, la inclusión de actores no estatales no es un elemento accesorio. Una cooperación más efectiva y sostenible requiere ampliar el espectro de participación. La experiencia bilateral entre Chile y Brasil incorpora avances en esta dirección: el Foro Empresarial binacional y los acuerdos entre agencias como ProChile, SEBRAE, SERCOTEC y APEX demuestran que el sector privado puede ser un socio clave en la dinamización del comercio y la inversión. Lo mismo vale para la academia y la sociedad civil, cuyo involucramiento aporta conocimiento, innovación y control social sobre las políticas públicas. Para que este involucramiento sea significativo, debe institucionalizarse y convertirse en parte estructural de los mecanismos de cooperación.
Finalmente, no podemos ignorar los límites que impone el sistema internacional. América Latina y el Caribe no controlan los equilibrios globales, pero sí pueden decidir cómo posicionarse frente a ellos. La región puede optar por la pasividad o por una adaptación creciente, que le permita ampliar su margen de maniobra y su autonomía.
La Declaración Conjunta entre Chile y Brasil no resuelve por sí sola los desafíos de la cooperación regional. Pero sí ofrece un ejemplo concreto de cómo avanzar, paso a paso, desde lo bilateral hacia lo colectivo. Si logra traducirse en acciones con impacto visible para las personas, puede contribuir a alimentar una cultura de cooperación que hoy necesita ser reactivada. Y si otros países siguen su ejemplo, adaptándolo a sus realidades, se podrían sentar las bases de una cooperación regional más flexible, más concreta y, sobre todo, más orientada a resultados.