¿Hay tecnología en los recursos naturales que posee Chile?

¿Hay tecnología en los recursos naturales que posee Chile?

Por Fernando Sossdorf, académico del Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile

Durante décadas, la narrativa dominante ha sido clara: Chile debe salir de la dependencia de sus recursos naturales y apostar por una economía del conocimiento. Pero, ¿y si los recursos naturales pueden —y deben— ser una plataforma tecnológica? ¿Y si el problema no es la cereza, el litio o el salmón, sino lo que (no) hacemos con ellos?

En el centro de esta discusión está una paradoja. Chile ha logrado sofisticar algunas de sus exportaciones agrícolas, como en el caso de las cerezas, hasta niveles impensados hace una década. Hoy exportamos más de 1.100 millones de dólares anuales en esta fruta, gracias principalmente al apetito chino. Las cerezas chilenas se han convertido en un símbolo inesperado de éxito exportador, resultado de una mezcla singular de demanda externa, innovación productiva y políticas públicas activas.

No es que la cereza en sí sea un producto de alta tecnología. Lo valioso —y lo realmente tecnológico— está en lo que la rodea: nuevas variedades genéticas, plantaciones en alta densidad, ventiladores gigantes que protegen del frío, helicópteros que secan los árboles tras la lluvia, sensores, sistemas logísticos optimizados, bolsas plásticas que regulan el aire, y máquinas clasificadoras inteligentes de tres millones de dólares que solo funcionan seis semanas al año pero determinan el estándar exportable. Todo eso es tecnología aplicada a un recurso natural.

La historia de Garcés Fruit —la mayor exportadora de cerezas del mundo— es ilustrativa. En 15 años multiplicaron por 25 su producción, con mejoras incrementales que incluyen innovación logística, adaptación de tecnologías extranjeras, y coordinación público-privada. Sin el tratado de libre comercio con China, sin el cumplimiento de sus estándares sanitarios, sin los instrumentos de Corfo, esta industria no existiría. Lo mismo podría decirse de empresas como Greenex, que invierten millones en maquinaria importada para poder competir globalmente.

Chile ha sido particularmente hábil en este tipo de diversificación. El vino, el salmón, las uvas y ahora las cerezas son casos donde se escala a partir de competencias previas, aprovechando activos tangibles e intangibles ya existentes: suelo agrícola, experiencia frutícola, tratados comerciales, capital humano, infraestructura exportadora. Esa es la esencia de la variedad relacionada: expandirse a sectores cercanos donde hay una probabilidad más alta de éxito.

Pero este camino, por sí solo, no basta.

La paradoja de la sofisticación: ¿cuánta tecnología es realmente “nuestra”?

El caso de las cerezas revela también una tensión estructural: gran parte de las capacidades tecnológicas más avanzadas no se desarrollan en Chile, sino que se importan. Hemos sido buenos “usuarios avanzados” de tecnología, pero seguimos lejos de ser creadores. Incluso cuando ciertas soluciones comienzan a fabricarse localmente —como las bolsas plásticas que antes se traían de Estados Unidos—, la base del conocimiento que las sustenta sigue siendo foránea.

Esta dependencia condiciona los márgenes de rentabilidad, la captura de valor, y sobre todo la autonomía productiva de largo plazo. En un mundo donde las cadenas globales de valor se están reconfigurando y los riesgos geopolíticos aumentan, seguir siendo tecnológicamente dependientes puede ser una vulnerabilidad estructural.

Por eso, diversificar no solo implica exportar más productos. Implica también subir en la escalera tecnológica, invertir en capacidades locales, y combinar políticas industriales con visión estratégica. Centros de I+D, ingenierías aplicadas, software especializado, propiedad intelectual y vínculos universidad-empresa no son lujos, sino condiciones para dar el siguiente paso.

La apuesta por lo no relacionado

El crecimiento basado únicamente en lo relacionado tiene límites. No siempre genera los saltos de productividad, sofisticación o resiliencia que Chile necesita para salir definitivamente de la trampa del ingreso medio. Aquí entra la variedad no relacionada: apuestas más arriesgadas, rupturistas, que exploran nuevos dominios del conocimiento y la producción, a veces sin conexiones obvias con el tejido productivo existente.

En Chile, iniciativas en almacenamiento energético, tecnologías del litio, astronomía, ciberseguridad o industrias creativas pueden cumplir ese rol. Apostar por lo no relacionado no implica abandonar lo que funciona —como las cerezas—, sino abrir nuevas rutas. Si solo miramos hacia donde ya tenemos capacidades, nos movemos en círculos. Y si solo ensamblamos cerezas perfectas con máquinas ajenas, seguiremos capturando poco valor.

Lo tecnológico no es la cereza. Es el ecosistema que le permitió florecer. Y si fuimos capaces de construir eso desde un fruto pequeño y delicado, también podemos hacerlo desde un píxel, un algoritmo o una molécula.

 

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